LAS HERIDAS DE LA INFANCIA: CÓMO INFLUYEN (O NO) EN LA VIDA ADULTA
Durante el último mes he estado explorando en el blog la idea de si realmente nos define lo que vivimos en nuestra infancia. También he hablado de negligencia emocional en la infancia y de cómo afrontarla en esta otra entrada.
En la infancia, nuestras experiencias y relaciones construyen una base emocional que puede influir en nuestra vida adulta. Sin embargo, es crucial destacar que no todas las personas que viven situaciones difíciles en su niñez desarrollarán problemas psicológicos. Este artículo explora cómo ciertas “heridas de la infancia” pueden influir en nuestras conductas actuales, pero vamos a intentar hacerlo sin caer en una visión determinista. Nos basaremos en el análisis funcional de la conducta humana y en las terapias contextuales, que ofrecen una visión más amplia sobre cómo procesamos y enfrentamos estos recuerdos.
Desde la teoría del aprendizaje, sabemos que gran parte de las conductas que desarrollamos, desde la infancia, están moldeadas por el entorno a través de procesos de refuerzo y castigo. Las primeras experiencias con nuestras figuras de apego y el contexto en el que crecemos influyen en cómo aprendemos a interpretar el mundo y nuestras propias emociones. Así, cuando emitimos una conducta que resulta reforzada, es decir, que nos aporta una consecuencia positiva o alivia un malestar, tendemos a repetirla. Por el contrario, si una conducta es castigada, o sea, si trae consecuencias desagradables, probablemente la evitaremos en el futuro. Este ciclo de refuerzo y castigo se convierte en una base para el aprendizaje emocional y conductual.
En la infancia y la adolescencia, un periodo clave para el desarrollo emocional, muchas veces enfrentamos situaciones de gran carga emocional sin disponer aún de habilidades de regulación. Si las figuras adultas que nos rodean no nos enseñan a gestionar estas emociones (ya sea porque no tienen las herramientas o porque no están emocionalmente disponibles), podemos caer en patrones de evitación experiencial. Por ejemplo, si unx niñx aprende que expresar sus emociones resulta en críticas o descalificaciones (como ser tildadx de “manipuladorx”, “exageradx” o “dramáticx”), es probable que comience a evitar compartir cómo se siente para esquivar ese malestar. Aunque esta estrategia de “callar y aguantar” le permite reducir el dolor inmediato de sentirse juzgadx o incomprendidx, a largo plazo puede llevar a una desconexión emocional y a una dificultad para procesar y expresar sus emociones de manera saludable. Este patrón de evitación, reforzado en la infancia, limita el crecimiento emocional, generando en la adultez relaciones superficiales, dificultades para confiar en lxs demás y una tendencia a reprimir el malestar en lugar de gestionarlo de forma funcional.
La gestión emocional es fundamental durante estas etapas porque nos permite aprender a tolerar y atravesar el malestar sin tener que recurrir constantemente a estrategias de evitación o conductas impulsivas que alivien el dolor momentáneamente, pero que en realidad perpetúan el ciclo de sufrimiento. Cuando no sabemos cómo enfrentar emociones molestas, es natural que recurramos a soluciones rápidas para quitarnos de encima el malestar. No obstante, estas estrategias, aunque inicialmente útiles, pueden mantenernos atrapados en un círculo vicioso de conductas que, a la larga, nos desconectan de nuestras metas y valores.
No podemos cambiar las experiencias de la infancia ni juzgar cómo las afrontamos en su momento, ya que respondimos con los recursos y herramientas que teníamos. Pero, en la adultez, al reconocer patrones disfuncionales que se originan en esas “heridas de la infancia”, tenemos la oportunidad (y la responsabilidad) de aprender nuevas formas de gestión emocional que nos permitan romper esos ciclos. Esto implica aceptar nuestras emociones sin intentar suprimirlas y tomar decisiones alineadas con nuestros valores, aunque resulten incómodas en el corto plazo.
Reescribir nuestra historia no significa borrar el pasado, sino aprender a relacionarnos de manera diferente con esas emociones y recuerdos que antes nos parecían abrumadores. Es un acto de autocompasión y responsabilidad, en el que decidimos que ya no queremos que el miedo, la vergüenza o el dolor controlen nuestra vida. En lugar de dejar que estas emociones nos paralicen, aprendemos a avanzar hacia lo que nos importa, dando pasos pequeños pero significativos hacia una vida plena y valiosa.
LAS 5 HERIDAS DEL ALMA
¡Ay, las “heridas del alma”! Lo cierto es que a veces, en el mundo del bienestar emocional, se utiliza una especie de poesía, un lenguaje casi como de telenovela, para hablar de ciertos términos. Así, el rechazo, el abandono, la traición, la humillación y la injusticia se convierten en “heridas del alma,” y de ahí a que parezca que las tenemos grabadas en letras doradas sobre el pecho solo falta un paso. No digo que no duelan, ojo, que sí duelen y mucho, pero a veces esta manera de hablar las hace sonar como si fueran maldiciones gitanas de las que ya no hay escapatoria. Y nada más lejos de la realidad: no somos una tragedia griega andante, ¡somos personas con recursos! Aunque a veces, como no nos enseñaron a gestionar estas emociones, esos recursos están un poco escondidos.
Vamos a bajarlas un poco del altar, ¿vale? Porque sí, estas experiencias pueden marcar, pero no determinan nuestro destino. Somos más que nuestras heridas, aunque a veces nos dejen marcas, como esas cicatrices que a simple vista parecen borrosas, pero que cuentan historias de lo que hemos vivido y superado. Vamos a ver cómo cada una de estas heridas, cuando no se afronta, puede llevarnos a conductas de evitación que nos alivian por un rato, pero a largo plazo solo terminan construyendo muros que nos impiden avanzar hacia la vida que realmente queremos.
LA HERIDA DE RECHAZO: EL MIEDO A NO SER ACEPTADX
El rechazo es una de esas experiencias que duelen como una pedrada en el pecho. Si en la infancia sentimos que no éramos suficientemente buenos, o que no encajábamos, podemos haber aprendido a hacer dos cosas: o bien tratamos de agradar a todo el mundo para que nos acepten (que ya te digo yo que es misión imposible), o evitamos abrirnos, no vaya a ser que nos den con la puerta en las narices otra vez.
Por ejemplo, imagina a Juan, que en el colegio siempre fue el último en ser escogido para los equipos de fútbol. Ahora, de adulto, evita toda situación donde pudiera sentirse juzgado, incluso en el trabajo, y se cierra como un mejillón cuando alguien intenta conocerle de verdad. A corto plazo, esto le alivia porque no se expone a sentirse rechazado. Pero, a la larga, esta estrategia le va dejando aislado, evitando relaciones profundas que, en el fondo, es lo que más le gustaría.
El truco aquí, desde una perspectiva contextual, es aprender a aceptar el miedo al rechazo como una emoción que no define quiénes somos y atrevernos a conectar con los demás en función de nuestros valores, y no de nuestras inseguridades. Total, el “no” ya lo tenemos; y a veces hasta resulta que nos dicen que sí.
LA HERIDA DE ABANDONO: LA INSEGURIDAD EN LA DEPENDENCIA EMOCIONAL
La herida del abandono se nos queda como esa alarma de coche que pita hasta cuando pasa una mosca. Si en la infancia sentimos que no podíamos contar con alguien que estuviera ahí para nosotrxs, podemos desarrollar una dependencia tremenda hacia los demás, como si necesitáramos agarrarnos a algo para no caer. O, en el otro extremo, evitamos todo tipo de vínculo profundo para no arriesgarnos a que nos dejen.
Aquí tenemos a Marta, que después de varias experiencias en las que se sintió sola de pequeñita, ahora en su vida adulta necesita hablar con su pareja constantemente para sentirse segurx. A corto plazo, eso le da un respiro y le calma la ansiedad, pero a largo plazo, esta dependencia acaba siendo una carga para ambos y limita su crecimiento personal.
La flexibilidad psicológica que nos enseñan las terapias contextuales implica que, si queremos relaciones sanas, necesitamos aprender a caminar por nuestro propio pie, entendiendo que nuestra seguridad no depende de tener a alguien pegado como si fuéramos dos lapas. Eso sí, para no necesitar aferrarnos al “otro” hay que aprender a ser ese apoyo para unx mismx.
LA HERIDA DE TRAICIÓN: LA PÉRDIDA DE CONFIANZA Y LOS INTENTOS DE CONTROL
La traición es esa herida que nos hace pensar que la única manera de estar segurxs es no fiarnos ni de nuestra sombra. En la infancia, si experimentamos traiciones por parte de figuras importantes —alguien que dijo que estaría ahí y no lo estuvo, por ejemplo— podemos adoptar dos conductas: desconfiar de todo el mundo o intentar controlar cada aspecto de nuestras relaciones para que nada se nos escape de las manos.
Pensemos en Pablo, quien de niño vivió situaciones donde sus cuidadores no cumplieron sus promesas. Ahora, como adulto, es incapaz de dejar que su pareja salga con amigxs sin cuestionar todo lo que hace. A corto plazo, el control le da una falsa sensación de seguridad, pero en realidad lo mantiene atrapado en la ansiedad y provoca constantes tensiones en la relación.
Aquí, las terapias de tercera generación nos enseñan que la incertidumbre es parte de la vida. No se trata de controlar todo, sino de aceptar que hay cosas que no podemos prever y aprender a confiar en los demás, sin que ello signifique entregar el timón de nuestra vida.
LA HERIDA DE HUMILLACIÓN: LA DIFICULTAD PARA ACEPTARSE Y QUERERSE
La humillación nos deja esa herida que nos hace querer ser perfectxs o invisibles. Si durante la infancia fuimos ridiculizadxs o criticadxs, podemos haber aprendido a escondernos o a intentar no cometer nunca un error para no volver a pasar por lo mismo. Es una especie de “mejor no doy un paso en falso, no sea que alguien se ría”.
Por ejemplo, Ana creció escuchando burlas por parte de sus compañerxs de clase y, de adulta, ha desarrollado un perfeccionismo extremo. A corto plazo, esto le evita situaciones incómodas, porque siente que, si es perfecta, nadie podrá criticarla. Pero, a largo plazo, este perfeccionismo la agota y la aleja de vivir de manera espontánea y plena.
Las terapias contextuales nos animan a aceptar nuestras imperfecciones y a abrazar la vulnerabilidad. Es un alivio enorme darse cuenta de que no necesitamos ser perfectxs para ser valiosxs. La verdadera fortaleza está en aceptar que cometer errores es parte de la experiencia humana, y una experiencia muy enriquecedora además!.
LA HERIDA DE INJUSTICIA: EL PESO DEL RESENTIMIENTO
La injusticia es esa herida que nos hace cargar con una sensación de “esto no es justo” en cada paso que damos. Si en la infancia sentimos que fuimos tratadxs de manera desigual, podemos desarrollar una rigidez emocional y un resentimiento que nos pesa como un saco de piedras. Esto nos lleva a veces a cerrarnos en una coraza, porque, total, si nadie hizo nada por nosotrxs, ¿por qué deberíamos nosotros hacer algo por los demás?
Aquí tenemos a Lucía, quien siempre sintió que sus hermanos recibían un trato mejor por parte de sus padres. De adulta, se protege detrás de una coraza de resentimiento, y esto hace que muchas veces se distancie de quienes intenta acercarse. A corto plazo, este resentimiento le da una sensación de “justicia” y control, pero a largo plazo la aísla y la priva de relaciones auténticas y satisfactorias.
O también el caso de Marco: Marco creció en una familia donde las normas parecían no aplicarse igual para todos. Mientras que a él se le exigía siempre un rendimiento académico impecable y una conducta intachable, sus hermanxs parecían tener mucho más margen de error y menos responsabilidades. Esta desigualdad fue generando en él una sensación de injusticia que, con el tiempo, se transformó en resentimiento. De adulto, Marcos suele reaccionar con rigidez en el trabajo y en sus relaciones, buscando que todo sea “justo” y que las normas se respeten al pie de la letra. A corto plazo, esta actitud le da una sensación de control y seguridad, pero a largo plazo lo aísla, creando conflictos y dificultades para conectar de manera auténtica con lxs demás.
Desde una perspectiva contextual, el trabajo de Lucía y Marcos consistiría en aprender a aceptar que la vida no siempre es justa, y en redirigir su energía hacia lo que realmente importa para ellos, soltando el resentimiento y enfocándose en construir relaciones más flexibles y satisfactorias. Se trata de aprender a soltar lastre y redirigir nuestra energía hacia lo que realmente importa, dejando ir el resentimiento para vivir una vida en consonancia con nuestros valores. Porque no podemos deshacer la injusticia del pasado, pero sí podemos elegir no cargar con ella cada día.
Estas “heridas” no nos definen, aunque hayan dejado una marca. No se trata de luchar para eliminarlas, sino de aprender a vivir con ellas de forma que no dicten nuestras decisiones ni nos impidan avanzar. Las emociones displacenteras no son enemigas; son señales que nos invitan a explorar y a crecer, a pesar de que nos recuerden momentos difíciles. Reescribir nuestra historia no es borrar el pasado, sino aprender a convivir con él y a caminar hacia lo que realmente valoramos, con la libertad que nos da saber que no somos prisionerxs de nuestras heridas.
REPITIÉNDOME MÁS QUE LA MORCILLA MATACHANA: CORRELACIÓN NO IMPLICA CAUSALIDAD.
La relación entre las experiencias de la infancia y el desarrollo de problemas psicológicos en la adultez ha sido ampliamente estudiada. Aunque las experiencias negativas en etapas tempranas pueden influir en la salud mental futura, no necesariamente determinan la aparición de trastornos. En estadística, una “correlación” indica que dos factores están asociados de alguna manera, pero no significa que uno cause al otro de forma inevitable.
Estudios longitudinales, como el llevado a cabo por Werner y Smith en su “Kauai Longitudinal Study” (Werner & Smith, 1992), han demostrado que muchas personas que vivieron adversidades significativas en su infancia no desarrollaron problemas graves de salud mental en la adultez. Este estudio siguió a un grupo de personas durante más de 40 años y encontró que aproximadamente dos tercios de quienes crecieron en condiciones adversas no desarrollaron problemas de salud mental significativos en la adultez. La resiliencia, las características de la personalidad y el apoyo social entre otras variables protectoras, fueron factores determinantes en la adaptación de estas personas, destacando la importancia de otros factores moderadores en el desarrollo humano.
Un meta-análisis de Rutter (1987) también mostró que el impacto de las experiencias tempranas es moderado por una variedad de factores contextuales y personales, lo que confirma que los resultados no son uniformes ni deterministas. Así, aunque algunas personas pueden desarrollar trastornos debido a experiencias negativas en la infancia, otras logran afrontarlas y construir vidas equilibradas. Esto es crucial para una visión menos determinista de la salud mental y enfatiza la importancia de los factores protectores.
Es importante recordar que, aunque el pasado puede dejarnos marcas, no determina nuestro futuro. Las experiencias difíciles que vivimos en la infancia no son cadenas irrompibles; son capítulos de una historia que aún puedes reescribir. Si te sientes atrapadx por lo que sucedió hace años, da el primer paso hacia un cambio. Aprender a gestionar tus emociones y responder de forma diferente puede abrirte puertas a una vida en la que esas heridas ya no dicten tus impulsos o decisiones. Con apoyo adecuado y herramientas de gestión emocional, puedes empezar a construir una relación más saludable con tu historia y contigo mismx. El cambio empieza cuando decidimos que merecemos una vida más plena y libre de las sombras del pasado. Da el paso; tienes la fuerza para transformar tu historia.
CÓMO ABORDAMOS ESTAS «HERIDAS» DESDE LAS TERAPIAS CONTEXTUALES
Las terapias de tercera generación, especialmente la Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT), se centran en ayudar a las personas a relacionarse de manera diferente con sus experiencias y emociones. En lugar de buscar eliminar los recuerdos o emociones dolorosas, ACT se enfoca en aceptar esas experiencias como parte de la vida humana y en trabajar con ellas de manera que no interfieran en el bienestar ni en los objetivos personales.
ACT se basa en la flexibilidad psicológica, que implica la capacidad de actuar en línea con los propios valores incluso en presencia de pensamientos y emociones incómodas. Según Hayes et al. (1999), los procesos de aceptación y el compromiso con valores personales son fundamentales para ayudar a las personas a vivir vidas significativas, independientemente de sus experiencias dolorosas. En el contexto de las “heridas de la infancia”, esto significa que una persona puede reconocer el impacto de sus experiencias sin quedar atrapada en ellas. En lugar de responder automáticamente desde el miedo o el resentimiento, puede aprender a tomar decisiones basadas en lo que realmente le importa.
Desde un punto de vista práctico, el modelo de ACT incluye prácticas como la defusión cognitiva (separarse de pensamientos automáticos), la aceptación de emociones y el compromiso con acciones basadas en valores. Estas estrategias permiten a las personas cambiar su relación con sus pensamientos y emociones, lo cual es especialmente útil para aquellas que, por sus experiencias tempranas, han desarrollado patrones de evitación o control excesivo.
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FUENTES CONSULTADAS
Rutter, M. (1987). Psychosocial resilience and protective mechanisms. American Journal of Orthopsychiatry, 57(3), 316-331.
Werner, E. E., & Smith, R. S. (1992). Overcoming the Odds: High Risk Children from Birth to Adulthood. Ithaca, NY: Cornell University Press.
Fonagy, P., Steele, M., Steele, H., Higgit, A., & Target, M. (1994). The Theory and Practice of Resilience. Journal of Child Psychology and Psychiatry, 35(2), 231-257.
Gilligan, R. (2000) Adversity, Resilience and Young People: The Protective Value of Positive School and Spare Time Experiences. Children Society, 14, 37-47.
Hayes, S. C., Strosahl, K. D., & Wilson, K. G. (2015). Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT): Proceso y práctica del cambio consciente (mindfulness). Editorial: Desclée De Brouwer.
Nogueras, Ramón (2024). Por qué pollas haces eso: Una guía para entender nuestro comportamiento. Editorial: Kailas Editorial.
Froxán Parga, María Xesús (2020). Análisis funcional de la conducta humana. Editorial: Pirámide.
Webb, Jonice (2012). Running on Empty: Overcome Your Childhood Emotional Neglect. Editorial: Morgan James Publishing.